“Me bastó una lectura, conocer algo
que hizo, aprender una de sus frases,
un parecido o un deseo de parecerse…
para hacer que don Bosco entre en mi
vida como una estrella.”
Fue un día sábado que estaba en el oratorio, uno que está en un arenal en el cono sur de Lima. Llegamos y armamos el show de siempre, con todo lo que necesita un “oratorio festivo”. Ya casi al final, me apoyé sobre la pared como descansando.
Entre los muchachos que estaban ahí me fijé en uno que me llamó la atención. Llamé a uno de mis patas y le pregunté por él; me dijo que nada, que era uno más de los chicos que venían los sábados. Me acerqué como buen animador y le pregunté por aquello que me sorprendió de él. Recontra tranquilo me dijo: “A que no sabes cuándo fue ordenado sacerdote don Bosco.” Me quedé callado como para seguir con la conversa. Él mismo respondió a la pregunta que había hecho y empezó a contarme de todo como quien cuenta la vida de un héroe. Con toda la sencillez del mundo me refirió datos que ni yo recordaba en primera instancia.
Más tarde supe que se había ganado una biografía de don Bosco en uno de los concursos que organizábamos, que se llamaba Juan Carlos (más conocido como “pelao”), y que vivía sólo con sus tíos.
Ese día, de regreso a mi casa, me iba dando cuenta que lo que uno sabe de alguien, se vuelve una constante sin gusto entre la confianza y la propia vanidad de saber que sabes.
¡Dios mío! La conversación me hizo recordar mi primer encuentro con este santo tan pegajoso, un ser humano del pasado que hoy habita y me guía como un padre y una madre juntos. Recordé que cuando supe algo de él, lo primero que hice fue lo mismo que hizo el “pelao”: contárselo a todo mundo. Es lo máximo, y es nuestro… para los demás.